Amor y fatalidad

Una persona que quiero mucho me contaba que un autor, no recuerdo cuál, decía que la amistad era más pura que el amor. Decía que la amistad no era egoísta y siempre era recíproca. Además, que cuando se acaba, no se le termina a uno la vida. A esto, debería sumársele, parafraseando a Kurt Cobain, que el amigo, a diferencia de la persona amada, lo acepta a uno a pesar de conocerlo.

Precisamente esto último es lo que me molesta del amor. El aberrante juego de querer conocer al otro, al amado, pero sabiendo desde siempre que es un objetivo imposible, que solo traerá frustraciones e impotencia.

Como la reflexión de Gómez Rufo que yo citaba en un post de mi anterior blog, uno se enamora de las mentiras que quiere creerle al otro, de las historias que le inventa al insípido ser que se tiene al lado. Sin embargo, una vez se cae en el ahogo del enamoramiento, un impulso repugnante por tratar de desenmascar al otro se apodera de uno.

Ese juego de tratar de conocer al otro - esto sin hablar de algunos que llegan al afán de querer conocer el pasado del otro -, es la condena a la que nos sometemos quienes le damos una oportunidad a eso que, cualquier cosa que sea, es el amor.

Enamorarse es perder el control, es agarrarse desesperadamente a la frágil rama de la irracionalidad, es una licuadora que revuelve los sentimientos sin ningún orden.

Enamorarse, igual, le recuerda a uno que está vivo, pero es un recuerdo que está ligado a la fatalidad de reconocer su propia mortalidad y de todo aquello que se ama.

Sin embargo, si algo nos recuerda de verdad que estamos vivos, es la sofocante realidad del rompimiento no deseado.

Recibir la noticia del rompimiento indeseado, conocer la verdad a la que cerrábamos los ojos o simplemente darse cuenta de que el sentimiento no es recíproco, es la llave que abre la puerta en la que se guarda la crisis.

Y eso es lo único bueno del amor finalizado: la crisis. Estar en crisis es sumergirse en ella, saborearla y, sobre todo, disfrutarla, antes de que se vaya, porque cuando se va, la cotidianidad otra vez será quien conduzca nuestros actos.

Y ese regreso a la cotidinanidad, en todo caso, trae algo bueno: la posibilidad de salir, nuevamente, al sol.

Y salir al sol significa untarse otra vez de la pomada magnética que nos atrae al amor hacia un nuevo otro.

Y así, observando cómo se repite el ciclo, se nos va la vida...